para Cecilia E. y David G.
Tras su temprana muerte,
el jefe dejó a dos viudas aún enamoradas, dolidas y demandantes. Trámites y
asuntos por finiquitar requirieron la presencia de ambas en la oficina. Los
pobres empleados empezaron a adoptar las viejas costumbres de su patrón, quien,
con enorme audacia, había mantenido felices e ignorantes a sus dos mujeres. Además
de abrazarlas y dejarlas llorar en sus hombros, cuidaban minuciosamente la
agenda de visitas para evitar un fatal encuentro: cuando una venía colocaban su
retrato sobre el escritorio mientras el otro era guardado en un cajón; al
retirarse la primera, la operación se realizaba a la inversa en espera de la segunda.
Se ponían a tal grado
nerviosos al ocultar a una la existencia de la otra, que la situación se hizo
verdaderamente desgastante y comenzaba a tomar visos de película mexicana.
Con el tiempo, y ya
fastidiados por completo de mocos, llantos y tristezas ajenas, y dado que ninguna
de estas tareas estaba prevista en su contrato laboral ni recibirían algún tipo
de gratificación o aumento de sueldo por ello, decidieron hacerlas coincidir en
un arranque de malsano sentido del humor.
por Victoria García Jolly
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