por
Victoria García Jolly
Ella miraba a través de la ventana. Su
mente en blanco, agotada. Él recogía cosas de todos lados, apresurado las
guardaba desordenadamente sabiendo que la pondría frenética, y eso le causaba
cierto placer. Pero ella lo pasó por alto esta vez, su mirada insistía en
atravesar la ventana y buscar un punto fijo lejos de la habitación. Era inútil,
las lágrimas opacaban su visión. Agitado, él terminó su quehacer. Todo estaba
listo y dispuesto. Con las palmas abiertas se palpó el cuerpo y revisó sus
bolsillos para verificar que nada
olvidaba. Ella continuaba sin mirarlo. Ya en la puerta, justo antes de azotarla,
él se atrevió a amenazarla: te juro que podemos ser felices. Y se fue para no
volver.
—o—
Cuando él le juró que podrían ser felices,
a ella no se le ocurrió más que hacer sus maletas y largarse.
—o—
Cuando él con vehemencia le juró que
podrían ser felices, ella, invadida por una seguridad inusitada, una sensación
de libertad renovada y cantando de felicidad, sacó del armario sólo aquello que
cupiera en la única maleta que pensaba llevar a su viaje sin retorno.
—o—
—La única manera que encontré para
cumplir tu juramento de ser felices fue empacando tus cosas y no volver a verte
jamás. —Te dije mientras el cerrajero cambiaba la chapa de la puerta.
—o—
Todo era perfecto entre nosotros, hasta
que un día, por error te envié en un mensaje mi juramento de ser felices. Lo
admito, el mismo de hace un año cuando trataba afanosamente de conquistar tu
amor empleando mis mejores estrategias: frases hechas y copiadas de novelas,
además de las de mi propio repertorio de correos muchas veces enviados. Así fue
como llegaste a la conclusión de que para cumplir tal juramento debía recoger
mis cosas. Seremos felices, dijiste, sí, cada uno por su lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario