lunes, 26 de julio de 2010

¡A comer...!

«Pon la mesa, hasta para comer una manzana.»
Francisco Fernández-Guisasola Muñiz

Comer es un placer sin lugar a dudas. Los sabores, las texturas, los aromas, todo nos encanta y nos complace, como dice atinadamente Brillant-Savarin,[1] el padre de la gastronomía, no sólo al sentido del gusto, sino al olfato, al tacto, a la vista y hasta el oído. Pero no todo el placer depende de la comida exclusivamente, sino también del entorno, los utensilios y el proceso en sí que está lleno de protocolos y rituales que reflejan nuestra cultura, origen y educación.
Alfonso Reyes en sus Memorias de cocina y bodega[2] señala que «nuestra capacidad de comer y nuestro apetito evolucionan, cada época trae nuevas necesidades y nuevos gustos. Los hábitos de ayer nos resultan ya primitivos», la cultura de los pueblos y sus distintas cocinas, además de tendencias culinarias como la cocina fusión o la nouvelle cuisine aportan tanto ingredientes como instrumentos y platos de formas variadas y que ya no coinciden con los esquemas tradicionales, de tal manera que los protocolos para servir la mesa se han alterado. Es por ello que estamos más allá de poder fijar la línea de lo correcto y lo incorrecto sino de lo coherente, lo natural y lo consecuente, es decir, que si miramos al acto de comer como la complacencia de nuestros sentidos, actuar en consecuencia implica que todo cuanto hagamos en la mesa y todo su entorno tenga el mismo propósito gozoso: usar una vajilla bonita, un mantel limpio, presentar bien los platillos, disponer orden y adornar con unas flores o una vela —siempre cortas para no estorbar la vista de los comensales—, la sola acción de cambiar una servilleta de papel por una de trapo cambia las sensaciones creadas y se pasa de lo cotidiano a lo extraordinario, de una mera acción a un placer.
«Pongan la mesa…»
Una mesa bien dispuesta es de suyo un arte y el comienzo del gozo culinario, por ende, es causa de placer estético y como dice Umberto Eco «algo bello es aquello que nos causa alegría»[3] que, según las buenas maneras, es indispensable, junto con el buen humor, para sentarse y disfrutar de los favores de Gasterea —diosa de los placeres de la mesa—. Un ejemplo de ello es el sushi que bajo la concepción japonesa la elaboración y la presentación de la comida es, en sí misma un placer, de ahí que esté relacionado con la belleza, el balance y la armonía cuyo objetivo será crear un encadenamiento de sensaciones que conduzcan al placer de la relajación.
Cuando acudimos al famosísimo llamado de «la cena está servida» sucede que casi siempre nos topamos con una mesa lista para recibirnos, en el mejor de los casos, con todo lo necesario para que, platillo tras platillo, el gozo de sabores y texturas de la comida sea pleno. El sencillo acto de poner la mesa y servir de cierto modo actúan como un mensaje que nos indica desde dónde estamos hasta cómo nos debemos conducir. Cuántas veces nos hemos topado con una mesa que no invita siquiera a sentarse: el mantel sucio, platos aventados y tenedores opacos. Por otro lado, alguna vez nos hemos enfrentado a una mesa que está tan rimbombantemente dispuesta y hay tantos cubiertos, copas y la vajilla relumbra con sus filos de oro que nos paraliza el miedo a no saber qué hacer en semejante ambiente.
Las fórmulas establecidas para poner la mesa son muy variadas, dependen en gran medida de la ocasión y el lugar, es decir, si la mesa se prepara para el desayuno, para el almuerzo, para un buffet, para una cena informal o para una formal, dependerá de cuántos comensales y el tipo de comida a servir, incluso de si es una reunión común y cotidiana como una comida corrida o si se trata de una celebración como la cena de compromiso de una pareja, hasta si estamos en Occidente u Oriente. No obstante la variedad de las ocasiones hay una estructura básica para preparar el puesto de un comensal y que está relacionado directamente con los modales y las normas que se siguen en la mesa, como lo dicta Carreño en su manual,[4] quien a propósito sugiere seguir el protocolo tanto en la mesa familiar como en la de etiqueta «sin sacrificar a cada paso la belleza, la dignidad, la elegancia por una comodidad que no acierta nunca a concebir el que ha llegado a acostumbrarse a proceder en todas ocasiones conforme a los preceptos de la urbanidad».
La estructura básica y más común indica que sólo se llevarán a la mesa los platos, vasos y cubiertos que se van a emplear. Alrededor del plato se han de disponer los demás elementos en coincidencia con la mano que los ha de tomar: a la derecha los cuchillos —siempre con los filos mirando al plato— y cucharas, colocados del plato hacia fuera en forma inversa a cómo se van a usar, de este mismo lado van las copas o vasos, según sea el caso, formadas de derecha a izquierda en el orden en que se van a emplear, es decir, de afuera hacia dentro. Del lado izquierdo del plato se colocan los tenedores, también en forma inversa y sobre éstos el plato del pan. Es opcional la presencia de los cubiertos del postre y el café, es correcto que estén acomodados delante del plato y entre las copas y el palto de pan de la misma manera que si no están y se colocan sólo hasta que el postre aparece.
 mesa para desayuno formal
 mesa para almuerzo formal
 mesa para cena formal





«Sírvete y pásalo…»
Así mismo pueden o no estar presentes todos los platos que se van a usar, mucho depende del espacio disponible o de si se cuenta con ayuda o no. Existen tres protocolos típicos: a la francesa, a la inglesa y servicio directo o emplatado; el más común es el francés que consiste en traer cada tiempo en platones para que los propios comensales se sirvan, lo correcto es que este platón llegue por el lado izquierdo y circule hacia la derecha, pero pasa como en la multiplicación, el orden de los factores no altera el producto. En cambio, a la inglesa es el camarero o la anfitriona quien sirve directamente del platón al comensal por su lado izquierdo y recoge por el lado derecho; tal como en aquella anécdota que me contaron del chofer que de improviso fue mayordomo y no distinguía la derecha de la izquierda, así que la anfitriona le dijo que sirviera del lado que los invitados llevaban el reloj, cosa que siguió al pie de la letra hasta que se topó con uno que no llevaba ninguno, desconcertado el chofer y sin ninguna vergüenza se dirige a su patrona en voz alta —este no tiene reloj, ¿qué hago? El servicio «emplatado» consiste en traer la comida ya servida tiempo por tiempo desde la cocina, por lo que la presencia de un plato base es deseable para mantener el puesto de cada comensal en orden.
A fin de cuentas las variables para preparar y servir una mesa son tantas que es imposible enumerarlas, lo que no hay que olvidar es que cuesta el mismo trabajo dispersar cubiertos de todo tipo y platos por la mesa que acomodarlos para que ésta luzca y haga lucir lo que con tanto afán preparamos en la cocina, y no sólo para los invitados, sino para nosotros mismos y quien nos acompaña cada día, no hay que ser mezquinos ni empezar antes de que todos estén servidos.
Una anécdota:

Se cuenta que la hermana de Brillant-Savarin, que era tan aficionada a la comida como él, murió a los 99 años después de un gran festín. Cuando sintió que, estando todavía en la mesa, se acercaba el final, apuró a la camarera: «¡Date prisa, que me queda poco tiempo! ¡Tráeme corriendo los postres!».




[1] Anthelme Brillant-Savarin, filósofo y gastrónomo, es autor del mejor libro teórico sobre la gastronomía que se ha escrito nunca, Fisiología del gusto en el siglo xviii.
[2] Alfonso Reyes, Memorias de cocina y bodega, minuta, México: F. C. E. 2000, p.p. 51.
[3] Umberto Eco, History of Beauty, Nueva York: Rizzoli, 2004, p.p. 10.
[4] v. Algarabía 45, Gastrófilo, «¡No suenes la boca!»

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