domingo, 13 de junio de 2010

Los libros y yo


Mi objeto favorito es un libro, y no por ser precisamente una lectora incontenible o una apasionada de la literatura o la investigación, los libros me gustan sólo porque son libros. Soy bibliófila por «genética»; digamos que esta condición se la transmitieron mis abuelos —los cuatro— a mis padres, y lo demás es historia.
Crecí entre libros y en casa de mis abuelos maternos todos leían; había libreros por toda la casa, cada quien tenía uno en su cuarto donde guardaba los propios, pero los mejores libros y la colección más abundante estaba en un santuario al que denominamos «despacho». Los libros de mi abuelo están ahí, donde además de oler a caoba y tener dos paredes de piso a techo llenas de libros a doble fondo, hay un espectacular techo de madera, vista al jardín y un retrato de mi abuelita a los 18 años que mi abuelo colgó frente al escritorio, imagino románticamente que para descansar entre vueltas de página y finales de capítulo. Mis abuelos paternos no tenían tantos, pero siempre estaban leyendo. Mi abuelita los hizo encuadernar todos en imitación piel color vino con letras doradas; quedaron tan bonitos que los colocó por todos lados.
La casa de mi infancia era pequeña y los libros se guardaban en un librerito que mi madre hizo bien en colocar dentro de mi cuarto, porque así pude estar al lado de El tesoro de la juventud que fue de mi papá —también encuadernado en guinda. En aquel departamentito los libros se apilaban por todos lados: en unas alas horribles, pero útiles, que tenían los burós de mis papás, en el baño y unos menos afortunados, en cajas dentro del clóset. En fin, por mi mente infantil nunca pasó la idea de que hubiera casas en donde no había libros y siempre que visitaba una que no los tuviera me preguntaba «y aquí ¿dónde guardarán los libros?».
Fue mi mamá quien detonó mi bibliofilia cuando me regaló un paquete con cuatro o cinco libretitas miniatura; todavía conservo una de ellas que forré con papel y plástico y a la cual le transcribí mis lecciones de lectura: «eze ozo ze azea» y «eze dado ze de Aída», sólo por eso sé que soy medio disléxica y por qué nunca distingo la derecha de la izquierda. No se quién me regaló una reproducción miniatura del periódico La prensa —que me encantó—, alguien más tuvo el tino de darme un librerito miniatura del cual guardo algunos libritos y un amigo, ya en secundaria, me dio otro más.
Todo esto fue el comienzo de una fascinación por el libro que apenas puedo describir. Cuando descubrí que los podía hacer yo misma no me contuve. Empecé a estudiar sobre el libro, la página, el libro objeto; aprendí a encuadernar, por fin supe cómo se hacía para que todas las letras cupieran dentro de un renglón, supe cómo se hace para que una columna quede parejita a ambos lados, aprendí a coser cuadernillos, a trazar cajas tipográficas y a calcular tipografía.
Comparto con Gonzalo Celorio «el deseo de poseer todos los libros que leía»[1] y aunque no los lea, los tengo que poseer. Los libros, además de ser los silenciosos custodios de la poesía, las novelas, la filosofía, la historia, las ciencias y todo el conocimiento, son valiosos por su forma, su papel, su tipografía, sus pastas, sus guardas. Son valiosos porque los podemos llevar, podemos sentir su textura y calcular su peso. Un buen libro cautiva por su tamaño, por sus cabezas y sus lomos. Y si el contenido es bueno, cautiva también nuestra imaginación y nos mantiene pegados a él del prólogo al epílogo, del frontispicio al colofón.
Los hay de todos niveles, desde una elegantísima edición con cantos dorados, pastas de cuero, guardas pintadas a mano, papel biblia y grabados en hoja de oro, hasta las ediciones más rústicas y sencillas, pero todos ellos son herederos de largos años de evolución, de mil esfuerzos que ha realizado el hombre por transmitir a su descendencia el conocimiento adquirido.
Y analizando más profundamente lo que es un libro, recuerdo que Ángel Cosmos en su introducción al catálogo de la exposición del Libro objeto por correo del Archivero, lo definía de la siguiente manera: «libro, objeto para leer; objeto, cosa que, incluso, pudiera tener forma de libro». Por su parte, Ulises Carrión nos dice: «un libro es un contenedor de textos, un escritor, contrariamente a la opinión popular, no escribe libros, escribe textos».[2] El que un texto esté contenido en un libro se debe únicamente al trabajo de un editor.
Para mí un libro es una secuencia de hojas de papel impresas o manuscritas que puede contener textos, dibujos o fotografías. Sin importar su contenido o la relevancia de la temática, un libro siempre estará compuesto por una serie de hojas dispuestas una sobre otra, unidas por su extremo izquierdo y forradas parcialmente por una envolvente que hará las veces de forros y portadas.
Cualquier variante, elemento o adorno no modifica su esencia, porque esa forma de reunir información es tan eficiente que nadie, en más de mil años, ha podido superar.
Para lograr el advenimiento de un libro se requiere una serie de materiales distintos seleccionados para cumplir una función determinada: el papel formará hojas y éstas páginas, es allí donde quedará la impresión del texto y la imagen. Para su impresión, las páginas se distribuyen —imposición— en pliegos de papel, que posteriormente se doblarán para formar cuadernillos, es decir, un grupo mínimo de cuatro páginas que más tarde se unirá a otros cuadernillos en el momento de la encuadernación. El cartón, la cartulina, la tela o la piel se destinará para forrar las pastas y éstas para proteger las páginas. El forro, a su vez, cuenta con tres partes esenciales: portada, lomo y contraportada. La encuadernación es la unión de las páginas y los forros, se puede realizar de modos distintos. Aquí es precisamente donde la variedad materialmente le llega a un libro y por la que podemos obtener uno de concurso o uno más simple.
Sobre la estructura y distribución de la información contenida en un libro y en una página hay mucho que decir, pero el libro como objeto no depende de ellas. Podríamos hablar de la historia del papel, de Gutenberg, de Manuncio, pero todo eso amerita un artículo aparte.
Lo que sí hay que reconocer es que gracias al desarrollo de la lengua y la escritura, a la evolución de la imprenta, la tipografía y la tinta, a la invención del papiro, el pergamino y el papel, y sobre todo al ingenio del hombre que dejó de enrollar el conocimiento para hacerlo libro, yo encontré parte de mi esencia y he pasado muchos o miles de buenos momentos comprándolos, diseñándolos, acariciándolos y, a veces, leyéndolos.
[1] Gonzalo Celorio, «Mis libros», en Los universitarios 34, México, julio 2003.
[2] Ulises Carrión, El arte nuevo de hacer libros, México: El archivero, 1988.

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