¡Pobrecita!
Tenía poco tiempo de estar trastornada, en realidad no lo estaba tanto. Sin
embargo, debía permanecer encerrada. Para ella había sido muy fácil
conformarse, instalarse en esa vida monótona; su horario se regía por el único
contacto que tenía con el mundo: el Canal de las Estrellas. Soñaba con ver
todas las películas que Anne reseñaba, pero no podía salir al cine. Odiaba las
corbatas de APE y no perdía el encuentro «deportivo» de los comunicadores.
También soñaba con volverse tan bella, delgada y bien vestida como Rebeca. Se
esforzaba, sin éxito, en imaginar algún posible defecto de aquella mujer.
El
único contacto con el arte lo tenía a través de los promocionales del CCAC,[1] de Saber
ver y las entrevistas que Heriberto realizaba a los artistas de Pinturerías.
Sin
hacer nada más provechoso, cada mañana se le iba, íntegra, sentada frente al
televisor viendo películas de los años cuarenta. En su mayoría, malísimas.
Cuando eran a color, un poco de cordura la tomaba por asalto, y llegaba a
molestarse, pero las veía.
No
se bañaba sino hasta que comenzaba el programa del Conacyt. Entonces lograba
mantener el televisor apagado hasta las tres de la tarde cuando estaba más que
dispuesta a soplarse cualquier churro de Tin Tan, Clavillazo, Resortes y hasta
de Capulina. Ya tomando el cafecito, se echaba en la cama otra hora de Agujetas
de color de rosa. Jamás se perdió un capítulo ni cuestionó a los absurdos
personajes y las ridículas situaciones. Pero todo tiene un límite, hasta la
locura: a las cinco y media de la tarde comenzaba Rosa salvaje, entonces
se veía forzada a buscar alguna alternativa en otro canal, pero nunca estaba
satisfecha ni se sentía tranquila. Rogaba al cielo que la angustiosa hora
transcurriera lo más rápido posible. Finalmente llegaba el momento de regresar
a su canal y ver Volver a empezar. Aunque nunca fue fanática de Yuri ni
del tal Chayanne, no perdía capítulo alguno.
A
la hora de merendar acompañaba su pan con mermelada viendo Llévatelo.
Ahora Paco la hacía reír (antes lo detestaba, y más cuando se propuso como
diputado ¡del PRI! para la Roma; rogó al cielo y a todos los santos
que perdiera). Le encantaba que la gente sencilla y humilde se ganara tantos
premios y dinero en efectivo. Les envidiaba el valor que tenían para mandar su
postal o su billete de lotería o, simplemente, de marcar el teléfono. Pensaba
detenidamente en lo que haría si ganara 100 mil o 20 mil pesos o, por lo menos,
un nuevo aparato televisor. Pero ella no tenía el valor, nunca llamó, nunca compró
lotería, nunca mandó la postal.
Así
pues transcurría la noche, programa tras programa, anuncio tras anuncio, sin
poder hacer otra cosa que mirar la televisión, y es que era una de 26 pulgadas,
control remoto, estéreo y funciones en pantalla. Se adormilaba con la tele
prendida, hasta que en una vuelta de esas que se dan por el ruido constante,
abría un ojo para localizar el control que dormía como perro fiel a los pies de
su cama y, entonces, apagaba el aparto para darle un descanso y, con ello,
evitar un descompostura fatal que la hiciera perder la noción del tiempo, del
mundo y de la vida.
Ahí,
entre esas cuatro paredes donde se escuchaba constante el eco de la tele
prendida, la puerta sin llave le daba salida al mundo, pero la antena la
mantenía atada sin amarras, y ella ni siquiera intentaba escapar. Era tan
cómoda la vida que no valía nada más: ¿para qué luchar por otras cosas?, ¿para
qué el esfuerzo?
Mérida, octubre de 1994.
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