A más de cuarenta años de la primera
edición de Tantadel del gran escritor mexicano René Avilés Fabila (1940-2016), publicada en la
colección Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica, básicamente todo se
ha dicho de ella. Ha sido analizada por eruditos y expertos desde casi todos
los puntos de vista, en fondo y forma. A nivel discursivo, semiótico y
psicológico. Los críticos nos han descrito la intención de un personaje sin
nombre, un narrador que habla en primera persona, que se confiesa. Lo han
calificado de egoísta, de megalómano, evasivo, sensible, celoso,
cínico, manipulador, egocéntrico y compulsivo. Lo mismo que culto y de ideas
claras que justifican su proceder a pesar de que con ello se condena. Pocos se
centran en Tantadel, la mujer amada y odiada; la mujer liberal que no lo es
tanto; la brillante, que termina por no serlo; la que tenía sus ideas, que no
defiende; la que se equivoca por cándida y necia, la que resiste hasta cierto
punto, la que claudica. Incluso, algunos, nos cuentan el final, nos anticipan
una sorpresa y casi nos la arruinan. Todos han destacado el nivel literario de
René Avilés Fabila, de su talento para resolver una historia que parece
sencilla, de manera compleja, llena de capas y capas que nos persuaden a seguir
profundizando hasta dar con el límite entre realidad y ficción, hasta fijar la
frontera entre lo verosímil y lo increíble, y todavía más, hasta dónde el
lector juzga, interpreta y espera de los personajes reacciones que él mismo tendría
en su lugar.
Entonces, esta
noche, me pregunto, ¿qué puede decir una simple lectora, una diseñadora gráfica
que se aficionó tarde a la literatura? No la leí hace cuarenta años, era una
niña y asistía a un colegio de monjas, además mi madre no la dejaría con
descuido botada por ahí como algunos otros libros que sí leí porque la hacían
reír y me mataban de curiosidad. No la leí tampoco a los veinte ni a los
treinta. La leí después de haber conocido a su autor en persona, así que los
ojos que repasaron sus renglones se preguntaban otras cosas. No he dejado de
cuestionarme sobre qué tanto de sinceridad hay en la confesión de su narrador
que empieza: «Me prometí
objetividad, más que eso: me exigí veracidad, contar las cosas tal como
sucedieron, ser honesto, sobre todo hablar de los sentimientos y pasiones que
movieron cada acto de mi relación con Tantadel»; si después él
mismo afirma: «Nadie habla con la verdad, yo menos, aunque en ocasiones me
permití soltar pequeñas dosis de honestidad, meras claves para resolver el
enigma que mi presencia te proponía. En una relación amorosa vivimos mintiendo,
diciendo falsedades, exagerando los hechos. De lo contrario, sería el fastidio,
la monotonía. En el engaño reside buena parte del atractivo...». Uno se
pregunta invariablemente ¿qué tanto el autor es este narrador y qué tanto pertenece
a la ficción? Uno podría preguntarle quién es Tantadel si ella existió o fue un
sueño, igual que se pregunta el personaje en las primeras páginas al evocar a
la protagonista.
¿Qué puedo yo
opinar sobre la literatura contenida en estas páginas si desde ellas ya fui
reprobada por el narrador que conduce las discusiones a su terreno con
severidad y un implacable juicio «[Tantadel] Era como todo mundo: habla de literatura —¡pobre
literatura!— por haber leído dos o tres libros deplorables, best-sellers; por conocer algunos
apellidos de escritores y entonces siente derecho para comentar cualquier obra,
cualquier autor […] Qué desprecio por la literatura». Y es que René fue un
ávido lector desde la infancia, desde luego, a los 25 años, la edad de su
personaje, ya era culto y erudito; se nota en toda su obra y en Tantadel no desaprovecha la ocasión para
darnos deliciosas clases de literatura y una que otra nota de comunismo y
trotskismo. A Tantadel le reprocha su limitada cultura, el jamás haberla visto
con un libro en las manos o, como decían de un tío mío: «¿Qué va a ser culto? su
cultura es de crucigrama». De hecho esto es causa del desamor; lo que una veía
como afinidades el otro lo juzgaba impiadosamente y veía como una razón para
odiarla. Así que vuelvo a preguntarme: ¿Qué puedo decir que no
hayan señalado antes Bernardo Ruiz, Jennie
Ostrosky o Theda Herz a quien cito: «Tantadel sugiere que la composición y lectura de la ficción renueve
nuestra fe en la sagrada valía per se del arte. En suma, la novela testifica la
existencia y eficacia de la trinidad artística [autor/texto/lector]. Ninguno de
los elementos de la triada puede faltar, a menos que se sacrifique la
misteriosa totalidad que es generada y engendrada por la literatura».
Antes de leer Tantadel, leí, entre otras obras del
maestro, La cantante desafinada, El amor intangible y El
libro de mi madre, leí tres o cuatro volúmenes de sus cuentos y además su
periodismo. Realmente es poco de lo mucho que ha producido René a lo largo de
52 años como escritor, cuyos temas quedan siempre salpicados de cultura,
literatura y un humor muy peculiar. Lo más notorio para mí fue su sensibilidad,
profunda o ligera, que subyace en el contenido según el caso y la intención. También
logré dar con su léxico, con sus palabras identitarias las que suele buscar y
asociar por sus sonidos y que muy a menudo significan mucho más que su sentido literal.
Me familiaricé con su natural propensión a la brevedad que provoca que su
narrativa, sin importar el género, ostente un estilo fresco y único, directo, cargado
de veracidad indiscutible, humor ácido, sátira, ironía, fantasía, tal vez por
eso siempre nos tiene al borde de la silla y es imposible detener la lectura,
con sus libros hay que continuar de un tirón hasta el final. En particular, Tantadel
ofrece innovaciones en su estructura a base de palabras, si no novedosas,
escritas de manera casi fonética como sicólogo o chou; y de juegos
en la secuencia de los textos: corren en paralelo descripciones en las que el personaje-narrador-anónimo
se duplica a sí mismo; por un lado nos detalla lo que dice a Tantadel con la
intención de herirla, mientras que en las apostillas nos pinta la imagen que en
su mente toma forma como concreción de lo que sus palabras logran: Tantadel
furiosa, Tantadel herida, Tantadel jugueteando nerviosa con el cigarrillo, Tantadel
en la orilla de la cama sin colgar el teléfono como hubiera correspondido. Además,
introduce alteraciones en la puntuación que pueden volver locos a editores y
correctores de estilo, como lo son las diagonales con que interrumpe un párrafo,
o la larga línea sobre la base del renglón que representa un silencio o un
titubeo en el discurso de un personaje, que se ha quedado sin palabras.
Otros aspectos que le dan vigencia a la novela son la atemporalidad y
la audacia de la heroína y su pregonada libertad que, para aquellas épocas, era
demasiada hasta para sí misma, desde luego lo es para el misterioso narrador
que sucumbe de celos y en el fondo pretende tenerlo todo: a Tantadel íntegra
para sí mismo, una esposa perfecta —por ficticia que fuera— y una amante
ocasional. Tantadel, ante los ojos de las nuevas generaciones, goza de la
libertad que la mujer busca hasta la fecha, es independiente, es aquella mujer
que vale por sí misma y no necesita de un hombre para sentirse completa, es la que
le pide a su pretendiente agregar valor a su vida si es capaz, de lo contrario
prefiere dejarlo fuera. La atemporalidad la logra gracias a sus descripciones
puntuales y poco detalladas, sólo lo que es necesario para el contexto o dar
alguna pista, evita entrar en detalles sobre locaciones, épocas, modas.
En el discurso
de esta primera persona-narrador, René se encarga de ir introduciendo los
elementos que justifican su violencia, su agresividad y orilla al lector a
sentir empatía hacia él, a esperar la inevitable ruptura y a culpar a Tantadel por
no haber entendido nada. Pero tal vez eso sirviera en el pasado, hoy la
reacción de un nuevo lector acaso sea distinta, y más si se trata de una joven
lectora. Es probable que le gritara a Tantadel que deje a ese abominable hombre
que la acorrala con su arrogancia, sin comprender por qué lo soporta, que le
diga que es él quien no entiende nada, que no la merece. Claro, estas son sólo
suposiciones y no debo anticiparme; sin embargo, me parece que se convierten
entonces, en la necesidad y la razón para leer o releer esta novela fabulosa y
fantástica, que ni es un manual de empoderamiento ni tampoco una versión de ¿Cómo perder un novio en diez días?,
sino la cruda realidad de las relaciones amorosas fallidas, del fracaso del
amor y de una elección equivocada, como reza el epígrafe de la escritora norteamericana
Carson McCullers con que René inicia la novela: «En primer lugar, el amor es
una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia
común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas».
René me escribió en una carta: «Tal vez sueñe, pero es lo que hice
desde niño y eso me condujo a la literatura», de esto hoy me congratulo, y por ello
para mí fue un privilegio haberle dado forma física a la imagen de Tantadel en
la portada y a su maravilloso texto en las páginas de la colección Marea Alta
de Lectorum, para ver por fin el renacimiento de esta obra que engrandece las
letras nacionales, que siembra algo imborrable en quien la lee y de la cual se
dice que es su mejor novela.
por Victoria García Jolly
No hay comentarios:
Publicar un comentario