Texto leído en la presentación de la revista Algarabía en la Fundación Sebastian el 5 de noviembre 2014.
Cuando uno es pequeño y anda por la vida sin tener mucha conciencia de lo que pasa ante sus ojos, en general, termina perdiendo e ignorando cosas que pueden ser valiosas; al paso del tiempo vayan ustedes a saber qué fue todo eso que se desperdició, se perdió y, en otros casos, afortunadamente no se peló.
Sin embargo, hay otras cosas que de alguna manera lo marcan a uno, tal vez en el momento en que sucede no sabemos de qué manera lo hará, o para qué servirá, pero uno decide —quién sabe si por intuición, por instinto o por qué—, pero eso que nos pasa ante los ojos o cae en nuestras manos permanece clarito en nuestra memoria como si le hubiéramos tomado una fotografía, y después cuando nos preguntamos por qué o desde cuándo nos gusta aquello o lo otro retomamos esas imágenes y atamos cabos. Pues bien, una historia así, de pequeñas marcas, me acercó a la obra de Sebastian. La primera vez fue sin duda en el Espacio Escultórico, yo era una preparatoriana que, para beneplácito de mi madre, había sacado muy buenas calificaciones, así que mi primo, en aquel entonces estudiante de arquitectura, no sé cómo dilucidó que yo debía solicitar una beca. Él mismo me acompañó —un día en que hacía mucho frío, hasta me acuerdo de lo que traía puesto— a la H. Comisión de Becas ubicada en el recientemente inaugurado Centro Cultural Universitario, después de recoger los papeles me llevó a conocer el anillo y las demás esculturas. Recuerdo como si hubiera sido ayer que me impresionó cómo la sencillez de la geometría se integraba tan «naturalmente» al paisaje seco y pedregoso, José Ángel se fue a parar en el centro del anillo sobre la piedra volcánica, y yo desde la orilla lo escuchaba como si estuviera junto a mí, es decir, la acústica, el clima, los colores y el espacio definido por la intervención de los escultores crearon un efecto mágico en mí. Seguramente ahí mismo mi primo debe enlistado a los autores. Qué lástima que en aquel entonces uno no cargaba con una cámara 24 x 365, esa experiencia hubiera ido a dar al Facebook de inmediato.
Pasó el tiempo, y me fui a vivir a Mérida, ahí me dediqué a la docencia, y por varios años me tocó instruir en la básico a incipientes diseñadores gráficos: desde enseñarles a medir, a trazar y a cortar con el cutter sin rebanarse los dedos. Pero también en su educación básica los instruía en los fundamentos de la forma, en los elementos visuales y conceptuales, leía a Paul Klee y a Wucius Wong. Según el libro que tengo firmado de puño y letra de Sebastian —porque él tuvo a bien escribir el año debajo de su firma— fue en 1998 cuando se presentó en la Universidad del Mayab a dar una plática sobre sus Transformables, y hasta allá fuimos —porque la universidad está re lejos y fuera de la ciudad— y ya en la sesión de preguntas no recuerdo exactamente cómo fue que un estudiante formuló la pregunta, pero lo cuestionaba sobre una justificación de su obra, es decir, de por qué el chiste radicaba en el movimiento, y Sebastian que es tan preciso para hablar de lo suyo lo explicó todo con la teoría de la génesis de la forma: «Toda forma pictórica inicia con un punto, éste al moverse traza una línea —primera dimensión—, la línea describe al plano —segunda dimensión—, éste al volumen —tercera dimensión— y el volumen al desplazarse hace surgir la 4ª y la 5ª dimensión: tiempo y espacio». En ese momento dije este Sebastian sí que sabe de qué habla, es un genio. Por eso fui por el libro e hice mi fila como cualquier estudiante y solicité su firma.
Desde luego siguieron pasando los años y ya de regreso en la ciudad de México me empecé a percatar de nuevas esculturas que crecían como árboles en distintos rumbos de la ciudad: Dos en la UNAM, una en Barranca del Muerto, otra en el avenida Revolución, por mis rumbos pues. Luego fui a Guadalajara y pasé por ese proyecto vial coronado de amarillo, esos enormes arcos que atraviesan un paso a desnivel de un lado a otro, esos que evoco en el artículo como piezas que te cobijan y que a la vez te hacen sentir pequeño. Cada año que vamos a la FIL , estoy esperando el momento de pasar por ahí. Además, un buen hombre que conocí me regaló un librote de él y en febrero, el mismo Sebastian me regaló el de las esculturas cuánticas, es decir, así como no queriendo tengo ya cuatro libros sobre su obra.
Así que la información acumulada durante años y el innegable gusto que tengo por su obra y sus colores me han mantenido cerca de él. Sólo me faltaba conocerlo y hablarle. Y como el mundo es un pañuelo, Pilar, que es amiga de Pilar Jiménez, que es amiga y colaboradora de Sebastian, lo conoció primero y entonces nos enteramos de que al maestro le gustaba Algarabía, ¡le gustaba lo que yo hago! Lo que hacemos. Pues bien, desde ese momento hacer un artículo sobre su obra fue un proyecto que empezó con una entrevista —tengo que confesar que nunca había entrevistado a nadie, que nunca había escrito un artículo a partir de una ni de un artista vivo. Por cierto que se lo confesé y él comentó entre risas «va a decir la gente que Sebastian es bien vivo». Tampoco en la revista habíamos presentado la obra de un maestro vivo, los habíamos tenido como plumas, como a García Márquez, pero al parecer nomás estamos esperando que alguien se muera para hablar de su obra en nuestras páginas. Y justo en esta revista, no sólo no esperamos tan terrible suceso —Dios no lo permita— sino que, además, Sebastian y Quino reciben sendos homenajes, porque nos gusta lo que hacen y han trascendido, y porque el arte nos hace mejores personas, y nos hace pensantes, y ennoblece nuestras ideas y como su obra contribuye a eso y está aquí para todos, presentamos este humilde artículo como agradecimiento.